La escuela tiene en la entrada un
escalón que la mayoría de alumnos recuerda con ternura. A más de uno le ayudó
en sus primeros días de escolar a entrar de cabeza en los estudios, o a salir;
todo iba en función del despiste.
En ese escalón descansaba
Hilario, y con él; su cuerpo, su vino y sus viejos y mareados cuarenta años. A
diario iba vaciando la inagotable fuente de vino que manaba en la taberna. Sus
viajes diferían mucho entre sí, el recorrido resultaba imprevisible y los
descansos aun más. En esta ocasión la parada, generalmente forzosa, coincidía a
la puerta del colegio, mientras los niños se formaban en el interior.
Intentó levantarse en varias
ocasiones agarrándose a una pared sin asas. Ante los inútiles esfuerzos, se
acomodó y dio rienda suelta a las alegrías del vino con su otra afición
favorita: cantando.
...Atrás
inmundicia maldita,
detente
miseria mundana,
libera
la mente cautiva,
y desata la imaginación humana,
de esta esponja empapada...
Muchos nudos habrá que desatar antes de que Hilario logre levantarse, pero primero ha de
encontrar la lucidez suficiente y para eso tendrá que esperar a que se disipen
sus vapores mentales. Pero no sé por qué los gatos siempre acaban siendo amigos de los borrachos...
Afortunado
del gato
con siete vidas,
si al perder una
las siete
tiene perdidas.
Pues más parece desgracia
que buena suerte,
cuando a un sólo ser
tantas veces dan
la muerte.
Mañana no quiero ver a ninguno que no traiga los deberes hechos, se oyó a modo de despedida, al abrir la puerta del colegio.