lunes, 24 de noviembre de 2014

Hilario


La escuela tiene en la entrada un escalón que la mayoría de alumnos recuerda con ternura. A más de uno le ayudó en sus primeros días de escolar a entrar de cabeza en los estudios, o a salir; todo iba en función del despiste.
En ese escalón descansaba Hilario, y con él; su cuerpo, su vino y sus viejos y mareados cuarenta años. A diario iba vaciando la inagotable fuente de vino que manaba en la taberna. Sus viajes diferían mucho entre sí, el recorrido resultaba imprevisible y los descansos aun más. En esta ocasión la parada, generalmente forzosa, coincidía a la puerta del colegio, mientras los niños se formaban en el interior.
Intentó levantarse en varias ocasiones agarrándose a una pared sin asas. Ante los inútiles esfuerzos, se acomodó y dio rienda suelta a las alegrías del vino con su otra afición favorita: cantando.

...Atrás inmundicia maldita,
detente miseria mundana,
libera la mente cautiva,
y desata la imaginación humana,
de esta esponja empapada...

Muchos nudos habrá que desatar antes de que Hilario logre levantarse, pero primero ha de encontrar la lucidez suficiente y para eso tendrá que esperar a que se disipen sus vapores mentales. Pero no sé por qué los gatos siempre acaban siendo amigos de los borrachos...

 Afortunado del gato
con siete vidas,
si al perder una
 las siete tiene perdidas.

Pues más parece desgracia
que buena suerte,
cuando a un sólo ser
tantas veces dan la muerte.

Mañana no quiero ver a ninguno que no traiga los deberes hechos, se oyó a modo de despedida, al abrir la puerta del colegio.

jueves, 18 de septiembre de 2014

Devuélveme lo que es mío

Necesito volver a mí, regresar conmigo; con el mejor amigo —según dicen. Me perdí. No sé dónde estoy; por alguna razón que desconozco, al marcharte, me fui contigo.
Busco en otros lados. Miro a otras mujeres —es cierto—, y no me encuentro; tan sólo te siento a ti. No son ellas, eres tú; sonriéndome o regañándome. Todas son tu cara, tu cuerpo; mis deseos, mis ansias; tal cual, nuestros besos y abrazos. ¿Por qué?, no lo sé. Sin un adiós te fuiste, ni te vi partir, y ahora te veo en todas partes. ¡Cómo puedo justificar tu ausencia si me acompañas en cada momento! Me dejaste y algo de mí se fue contigo. Atrapado en ti sin ti, mienten hasta los espejos y no me reconozco.
¡Ladrona!, devuélveme lo que es mío.

sábado, 9 de agosto de 2014

Lágrimas de camposanto



—¡Hijo!, ¿qué haces ahí, ocupando mi sitio? ¿No te das cuenta que cada vez me cuesta más traer las flores y colocarlas en el nicho?

sábado, 26 de julio de 2014

Aniceto


Aniceto era un hombre sin estrella. Un sirviente sin amo. Iba de pueblo en pueblo, de hacienda en hacienda y de señor en señor, intercambiando agotadoras jornadas de trabajo por un, no siempre equitativo, sustento diario.

En una ocasión, después de una faena de sol a sol, sin haber visto en todo ese tiempo nada que oliese vianda, expresó su lastimoso clamor. Se quejó, en voz alta, de la conversación silenciosa que había mantenido con su estómago.

Al oír semejante atrevimiento, el señor de la hacienda, que por compasión le había permitido trabajar, se sintió dolido y avergonzado. Por lo que, ante tan descarada e injuriosa ofensa, dijo, en un tono todavía más alto:

–Nunca, en ésta, mi casa; delante de tan distinguido e ilustre hidalgo, hubo caballero ni lacayo acosado por el hambre. ¿Cómo le ha ocurrido a usted, si solo es un sirviente? Sobre todo, después de haber completado una buena jornada. ¿Por qué un día tan desgraciado? Eso no puede ser. Imposible. No, nunca. Nunca, nunca.

–Si no se trata de hambre, hambre... –intentó desdecirse Aniceto, bastante atemorizado–, con un trozo de pan y un vaso de agua...

–¡Caridad! –gritó a su esposa, el hacendado herido por la deshonra; mientras, entraba al galope en la casa.

–¿Qué ocurre, Generoso?, ¿a qué vienen esos gritos, esposo mío? –preguntó la mujer al salir a su encuentro.

–Avisa a las criadas, a todas, si hace falta. ¡En esta casa hay un sirviente con hambre! Diles que preparen una gran cena; la mejor. Digna del paladar de un rey.

Al sorprendido Aniceto no le cabía la lengua en la boca, le resbalaba entre tanta saliva.

–Las comidas que servimos aquí, muchas majestades las tuviesen es sus palacios. ¿Dónde quieres que ponga la mesa? –convino la mujer.

El señor, hombre que no gustaba compartir yantar con los criados, le indicó a su esposa que la sirviese en el alpende; donde dormían el perro y el gato.

Allí se aposentaron Aniceto y su hambre, sentados delante de una mesa, más repleta de elogios que de viandas. Mal andaban las majestades que en sus cenas disponían de un sólo plato. Aunque para un hambriento: un chorizo, dos arenques, una libra de tocino rancio, una hogaza de pan moreno y una jarra de agua, supusiese mucho más que una comida de reyes. Divino manjar era.

–¡Cuánta generosidad, señor! ¡Qué feliz siervo si, para siempre, tuviese yo un amo semejante! –con los ojos atados al plato, se relamía en halagos el deslumbrado sirviente.

–¡Un momento! –espetó el abnegado hidalgo– Antes de que comiences a comer, para que veas hasta dónde alcanza la hospitalidad de la familia de Generoso Buenaventura, te voy a proponer un trato:

–¿Sí? Usted dirá, mi señor –contestó Aniceto, mostrando curiosidad e impaciencia.

–¿Ves aquel saco? –mostró el dueño de la hacienda, señalando a lo alto de una tarima–, es una fanega de trigo. Si la deseas es tuya, incluido el préstamo del terreno correspondiente, para obtener de ella una cosecha. Pongo a tu disposición mis tierras, te dejo elegir la fanegada que creas más productiva. Todo eso, a cambio de esta cena que tienes delante.

–¿Cambiar el saco de trigo por la cena?

–Eso es. Necesito saber cuál es el motivo de tus quejas. Si de verdad son de hambre, no dudarás en cenar como haría un rey. De lo contrario, tal vez, prefieras sembrar el trigo en la mejor de mis posesiones y obtener, sin duda, una superior cosecha.

Aniceto empezó a divagar, iba del plato al saco, del saco al plato y de nuevo, vuelta al trigo, a la fanega. Ya se imaginaba la tierra dónde podría cultivarla.

–Piénselo, no tenga prisa. Yo también voy a cenar. Cuando termine vendré a preguntarle cuál ha sido la decisión que ha tomado. Si todavía no empezó a comer, entenderé que desea la fanega de trigo y si no: buen provecho. En persona le presentaré las más sentidas disculpas. Aceptaré públicamente la deshonrosa falta que habrá caído sobre mi casa.

–Buen provecho. –contestó el sirviente, aturdido por completo.

Aún no había terminado de cruzar la puerta del edificio principal aquel sorprendente hidalgo y ya le daba vueltas a los números el pobre Aniceto.

Se levantó y fue a comprobar el contenido del saco. Estaba lleno de trigo. No lo habían engañado. Y sin apartar la vista de él, se dejó llevar por los cálculos. De recoger una buena cosecha, podría vender la mitad y comprar una pareja de bueyes o de caballos, para, a su vez, cambiarla por un buen terreno en el que sembrar la otra mitad del trigo...

Comprando y vendiendo se había olvidado por completo de la real cena. Ya estaba adquiriendo aquella hacienda, cuando vio salir a Generoso por la puerta.

En ese justo momento, retornó a la mesa y miró de nuevo el plato. Al verlo abrió los ojos más allá del espanto. Estaba tan vacío como la jarra de agua, que descansaba sobre el mantel, acostada. El agua goteaba de la mesa al suelo, donde las migas de pan aparecían sembradas sin ton ni son. No comprendía nada. No. Absolutamente nada. Su mirar, confundido, se perdió en uno de los rincones, donde el perro y el gato se relamían. Curiosamente, bien avenidos, igual que unos colegas de juerga.

–Buen hombre –dijo el hacendado con gesto sentido–, le pido mis más sinceras disculpas. Era verdad que tenía usted hambre. No ha dejado ni las sobras. Dígame cuándo y dónde quiere que exprese, públicamente, la desgracia que ha caído sobre esta infeliz familia.

–Yo no..., no fui..., no cené...

–¿Cómo que no cenó? Me quiere hacer creer que una persona, muerta de hambre, pasó sin comer, viendo con mis propios ojos el plato vacío. No le creía capaz de vileza tal.

–Pero..., yo..., no...

–¿Qué pretende? ¿Cenar y tomar posesión del trigo? ¿Las dos cosas? ¿O causar aún más desagravio? No tendrá el valor de inculpar al perro o al gato. ¿Le parece poco dejar morir de hambre a los sirvientes? ¿También me quiere acusar de no dar de comer a mis animales? Por favor, le ruego que abandone la hacienda, que con tan buenas intenciones lo recogió. Si no quiere que lo echen a palos. A quién se le cuente... ¡Qué un hambriento, se haya dejado comer su cena por un perro o por un gato! El animal es usted. Un verdadero miserable. Mira que tratar de engañarme a mí, a Generoso Buenaventura... –cada vez gritaba más, mostrando, con visibles aspavientos, su gran enfado– ¿Qué sirviente? No es usted un plebeyo, sino un truhán con la vil intención de darme gato por liebre.

Aniceto se levantó y, cabizbajo, empezó a caminar hacia la salida.

–Lo..., lo sien..to, le...le prometo que a mi estómago... no llegó..., ni tan siquiera..., una miserable escama. –decía, mientras iniciaba la partida.

–¡Fuera, bellaco! ¡No se te ocurra volver! –amenazaba a gritos aquel insigne hidalgo– Si algún día te veo a menos de tres pueblos de mi hacienda, ordeno que te apaleen. ¡Por mi honor lo juro!

miércoles, 9 de julio de 2014

Andrómina

Doña Quimera Figurado De Lirio, famosa por su tentador cuerpo inexistente, procedía de las aparentes dinastías de los Figurado y de los De Lirio. Se crió en un mundo irreal, desarrollando una figura que era una ilusión y un atractivo que parecía un sueño. Era tanta la belleza de aquel ser etéreo y tan prometedora, que don Propio Hacedero Verismo, extranjero en aquel mundo, quedó irremediablemente prendado. Tampoco doña Quimera pudo resistirse al prometedor realismo del extraño y atrevido forastero.

En esas circunstancias: el amor crece hasta quedar ciego, y creció; la atracción atrae hasta fundir la dualidad en unidad, y atrajo; el deseo se convierte en irrefrenable, y se convirtió. La suma de tales fuerzas sólo encuentra un lugar donde detenerse, y no es otro que el altar, pese a quien pese. Y pesaba. Tanto, que ni la familia de don Propio ni la de doña Quimera aceptaban bajo ningún concepto semejante casamiento. Pero la terquedad de los enamorados era tan ilimitada como la existencia y la no existencia juntas.

La intensidad del conflicto superó el ámbito familiar e involucró a los dos mundos por igual. Las diferencias habían deteriorado de tal manera las relaciones, que la diplomacia era incapaz de encontrarle una solución al enredo familiar. Los servicios de inteligencia se acusaban mutuamente: unos, que la irrealidad y la locura habían permitido un idilio imposible ante la incapacidad de controlar el infinito; otros, que la realidad y la inflexibilidad intentaba encerrar en su espacio limitado un mundo que no le pertenecía.

Ambos mundos eran incapaces de entenderse y el conflicto que habían provocado doña Quimera y don Propio no disminuía; es más, amenazaba con fundirlos entre sí, donde la realidad y la irrealidad fuesen las dos con la misma intensidad. Cada cual necesitaba de su propia identidad, bien por la necesidad que uno de ellos tenía de sí mismo y de comprenderse o para que el otro, pudiendo o no entenderse, no se necesitase para ello.

Después del frustrado intento por detener el casamiento y ante la amenaza que suponía el posible fruto de la unión, las dos partes optaron por negociar una postura de mutua conveniencia. Necesitaban evitar aquella alianza, la capacidad de reproducir hijos imprevisibles e incontrolables de manera indefinida representaba un peligro imposible de asumir.

Para ello decidieron crear de sí mismos un mundo a donde mandar a los desposados. A semejante creación le fueron impuestas una serie de condiciones entre las cuales destacaban dos por ser indispensables para existir como tal: la primera, fue que en ese mundo podrían participar sus dos creadores; y la segunda, que dicho mundo nunca tuviese la capacidad de invadir por sí solo a ninguno de sus creadores. Formalidades que les garantizasen sus propios espacios ante la amenaza de un crecimiento ajeno e ilimitado.

Se puede decir que a doña Quimera y don Propio les regalaron un mundo el día de su boda. Lo llamaron Andrómina y en él tuvieron tantos hijos que la razón no permite conocerlos, ni entenderlos a todos.


© XoseAntón

lunes, 9 de junio de 2014

¡Era Sábado, coño!


Imperdonable, que alguien madrugue un sábado para despertar a otros debería de ser imperdonable.

–Me manda la agencia –dijo una mujer de ropas humildes.

Matías insistió en sus pensamientos, mientras ajustaba la bata lo mejor posible. A quién se le ocurre presentarse a aquellas horas y sin comunicarlo antes.

–No comprendo, les tengo dicho que prefiero los martes y jueves –se excusó, al tiempo que franqueaba la puerta y la invitaba a entrar. ¡Era sábado, coño! ¡Maldita sea!

–Si quiere, me voy y vengo otro día –dijo ella, inquieta y con aparentes ganas de irse de allí cuanto antes.

Que no le había gustado era evidente. Ni se había vestido para recibirla, del aseo mejor no hablar. Pero no eran horas, ni él adivino.

–Adelante, pasa. No contaba contigo hasta el lunes o el martes –insistió en la disculpa y encogió los hombros, consciente de su impresentable presencia.

–Fui yo quien pedí venir hoy a la entrevista. Quieren que empiece el miércoles y hasta ese día trabajo, pero creía que lo habían avisado –explicó desde el umbral, sin mostrar ánimos de cruzarlo.

Cabía la posibilidad de que, ante las palabras de disculpa y de desconfianza que mostraba, estuviese más interesada en irse de allí que en aceptar el trabajo. La comprendía. Tal como la recibió, ¿qué entrevista le iba a realizar?

Demasiado tarde para lamentase de su imagen. Disimularía el requisito, quizá como lo fingiría ella; lo más seguro, es que no volviera por allí nunca más... Remataría con aquel inoportuno asunto lo antes posible.

Se retiró a un lado y, con la mano extendida, le indicó el camino.

La mujer accedió al interior, en apariencia, con la luz de alarma encendida. La impresión de que saldría por piernas a la mínima sospecha acentuaba la tensión de la ya corrompida atmósfera.

–Como puedes comprobar, el nicho es pequeño –se esforzó en el talante hospitalario–; acomódate si encuentras dónde y sírvete lo que quieras. Me visto en un momento, disculpa.

Tal vez se estuviese preguntando qué pintaba allí. No sería extraño que la tentación de marcharse pudiese con ella y saliese corriendo de aquel cuchitril. Más que nada, por encontrarlo de aquel modo: patas arriba; con seguridad pensaría que se trataba del picadero de un salido. Metía miedo. ¡Joder con la agencia, qué inepta; lo había pillado en pelotas!

–¡Ey, chicas, moved el culo! –y las destapó.

Aquellas nalgas desnudas, blancas, muy blancas, continuaban siendo una tentación que aprovechó para cachetear con sensualidad.

Las dos gatitas ronronearon entre estirones y bostezos.

–Arriba, arriba; os tenéis que ir –insistió, casi paternal.

Refunfuñaron resacosas y somnolientas, molestas por el madrugón –se le podía llamar también intensa y extensa velada si no fuese por lo que molestaba despertar–; pero no les quedó más remedio que abandonar el calor de las sábanas y vestirse. De nada sirvieron sus coqueteos, ni siquiera las caricias que le dedicaron surtieron efecto.

–¡Qué coñazo de tío! –protestó una.

–¡Vaya despertar!, no parece el mismo de ayer por la noche –añadió la otra.

En apenas en unos instantes salían las tres por la puerta: las dos gatitas delante y la empleada del hogar, que las siguió sin mirar atrás.



sábado, 31 de mayo de 2014

Los paraguas de Julián.

Ingenio y mal genio se unían para ahuyentar los amigos y vecinos de Julián. Andaba el hombre con paso cambiado respecto a su pueblo, ni intenciones mostraba de acompasarlo. Desde luego que no, y menos mientras continuara lloviendo. Estaba harto.

Llovían quejas por la mañana en la panadería, en la carnicería, en el supermercado; a mediodía en la comida, a la hora del café y la partida en la taberna; agua día y noche sin parar. Cuando no caía del cielo, la llamaban a gritos.

¡Este año no hay primavera!
¡No para de llover!
¡Con este tiempo no nacerán las flores!
¡Y las que nazcan se las llevará el agua!
¡Nos vamos a quedar sin primavera!
¡Pasa, Julián, no te quedes en la puerta!
¡Entra, que te mojas todo!
¡Qué manera de llover!

Hasta las narices, estaba hasta las narices. ¡Qué coño tienen que ver las flores!
¡Sin flores no hay primavera, Julián!

¡Cojones!, eso lo dirás tú, todo el pueblo, me da igual; podéis decir lo que os dé la gana. A ver si os creéis que al ahogarse las flores también se ahoga la primavera. Pero a nadie parecía importarle lo que él decía, daba la sensación de que se había puesto en marcha una confabulación para convencerlo de que a este año se le iban a ir por el desagüe por lo menos tres meses.

Partió a la ciudad sin decir adiós siquiera, ni a los que le preguntaban les respondía más allá de: ni yo mismo lo sé.

Regresó en una furgoneta, cargada de paraguas de todos los colores. Las descargó en la huerta, a la vista de quien quisiera verlo. Pensaran lo que pensaran, le importaba una mierda. Esperaría a la mañana siguiente, se dijo. Y, efectivamente, también aquel día se meaba el cielo por las cuatro esquinas.

Comenzó a plantar paraguas como si fuesen coles, abiertos y cerrados iban añadiéndose al surco en fila de a uno. Huerta y jardín, las copas de los frutales e, incluso, un pino que guardaba la entrada de casa como perro guardián, lucían coloridos y engalanados.
¡Ya podía llover!, lo que quisiese, que sin primavera nadie se iba a quedar.


¡Ni de coña! A falta de flores sobraban los paraguas de… (¡hostias!, el pareado ahora no). Que a Julián le importaba, como decía él: ¡una mierda!, la primavera, las flores, los paraguas y sus vecinos; lo único que deseaba es que se cambiase de tema de conversación en el pueblo. Ya estaba harto de que le hablaran siempre del tiempo.

viernes, 16 de mayo de 2014

Y los trajo la lluvia...

Entre pendones iba el difunto, rezaban las malas lenguas. El pendón negro anunciaba el entierro que, ayudado por la cruz, abría paso al féretro con el finado dentro; seguía el cura, un monaguillo y la viuda; detrás, los allegados, las plañideras y demás acompañantes. Cerraba el cortejo fúnebre la muerte con su guadaña para que no le robaran el cuerpo.

Llovía, arreciaba, diluviaba; el cielo se vino abajo todo junto. No sólo no encontró cabida en el río, sino que la riada arrasó campos, caminos y cuanto se le interponía. Otra desgracia, el cementerio se encontraba en la parte baja del pueblo y allí llegó el acompañamiento al completo; arrastrados y revueltos, sin orden ni concierto. Hasta la misma parca se vio estampada contra las rejas del camposanto. <<Y los trajo la lluvia —contaría después el enterrador—, a todos; costaba saber cuál era el muerto>>. Tan sólo se echó en falta la guadaña, esa no apareció por ninguna parte; ¡ah!, y la curiosidad, muy llamativa por cierto, de ver como la viuda, espatarrada a más no poder, lucía unas inmaculadas bragas rojas. <<¡Un milagro, por poco no tengo que enterrarlos a todos!>>.

viernes, 9 de mayo de 2014

Vicente, un lobo muy decente


Soy Vicente, el lobo con el que se asusta la gente. Aaaauuuuuuuuu, aaauuuuuuu, soy un lobo muuuy maaaalo. Mentira, es mentira. Yo no me he comido a la abuela de Caperucita. Era una anciana, enferma y encamada, que dejaron sola al otro lado del bosque; un menú nada apetecible. Tampoco me he comido a Caperucita, a pesar de lo rica y tierna que estaba. Porque ¿a qué niña permiten cruzar el bosque sin ir acompañada? Que yo sepa, a ninguna. Además, muy pocas niñas son tan inocentes como para quedarse a charlar amistosamente con el lobo. Si fuese así, me pondría morado. La fanfarronada del leñador no la superan los cazadores ni los pescadores, por exagerados que parezcan. Anda que, atreverse a decir que sacó a la abuela y la nieta de mi barriga, después de habérmelas zampado, y encima, vivas y con ganas de contarlo. Mentira, una colosal mentira.

Ese soy yo, Vicente, el lobo con el que se asusta al inocente. Aaaaauuuuuuuu, aaauuuuuuuuuuu... ¡Qué mieeeeeedo! Mentira, mentira podrida. Y si no, vean: que los cerditos son vagos y no quieren trabajar, ¿para qué está el lobo Vicente? Mi capacidad pulmonar no tiene límites; a su lado, el huracán es una simple brisa. Levanto las casas como si fuesen plumas. Aunque, por desgracia, debo de ser bastante patoso, porque no ser capaz de correr más que un cerdito... ¿Dije uno?, perdón, eran tres: dos vagos y uno que trabajaba. De verdad, soy la vergüenza de todos los lobos. Lo de saltar por la chimenea, eso ni los cerditos lo sueñan, por muy asustados que estén. Mentira, cochina mentira.

Sí señor, soy Vicente, ese lobo feo y maloliente. Aaaaauuuuuuuu, aaauuuuuuuuuuu... ¡Qué asco de lobo dios mío! Mentira, sucia mentira. En cuanto a lo de los cabritillos, eran siete ¿no?; y su mamá cabra, ¡huummm! menudo banquete. Qué pena que no fuese cierto ¿verdad? Pero ¿quién se imagina que los cabritillos van a estar viviendo a todo lujo?, ¿y que su mamá cabra salga de compras como una típica ama de casa? Yo no, desde luego. Bastante me costó mirar en el establo y en los pastos que hay cerca del monte. ¡Cuánto miedo pasé! Menos mal que los perros son primos, porque de amigos no tienen ni el nombre. Total, para nada; estos cabritillos viven a cuerpo de rey. Tanto que ya me parece que pasan de cabritos. Mentira, todo mentira.

Pobre Vicente, el lobo que ya no da miedo ni enseñando los dientes. Aaaauuuuuuuu, aaaaauuuuuu... —¿Tienes sueño, Vicente? —me pregunta la Luna—. No, no. No tengo sueño. ¡Uuuuuyyyy, cuánta gente haaay! Y la verdad, había más personas que ovejas. ¡Ay! Pedrín, Pedrín... Bromista el niño, ¡eh! Las veces que engañó a todo el pueblo con sus gritos de socorro: ¡que viene el lobo!, ¡que viene el lobo! Mentira, vil mentira. Sin duda, es al niño a quien había que comer ¿o no? El jovencito se pasó lo suyo, pero quién se atreve a acercarse a él con semejante batida a su alrededor. La gente yendo y viniendo, monte arriba y monte abajo y, supongo, que un enfado padre. Yo, ni de broma. Mentiras, no son más que mentiras.

Ya ven, ese soy yo: Vicente, el lobo al que no ha parado de darle palos la gente. Aaaayyyyy, aaaayyyyyy, que ya no como ni frío ni caliente.

domingo, 4 de mayo de 2014

Ruidos ambiguos


Mientras dos vecinas charlaban asomadas, unos ruidos ambiguos resonaron en el patio.

–¿Oyes esos tumbos?, parece que vienen del piso de Conchi...

–Es su marido, seguro; desde que le dijeron que su mujer tenía orgasmos se los quiere quitar a empujones.

–Los hombres son todos iguales…

–Sí, cuando oyen hablar de cuernos, sonríen con malicia o bufan como toros; pero no entienden nada de nada.

viernes, 25 de abril de 2014

El secreto

Ven, acércate y atiende, que te voy a contar un secreto. ¿Ves aquellos acantilados donde las olas baten con fuerza y se vuelven blancas? ¿Los ves? ¿Sí? Cierra los ojos e intenta imaginártelos  ¿Puedes? ¿Y las olas? ¿Igual de blancas?  Allí está mi padre recogiendo percebes.

¿A él no eres capaz de localizarlo? ¿Ni con los ojos abiertos? Ya. Fíjate bien. ¿Nada? Pues cierra otra vez los ojos e inténtalo con ellos cerrados. ¿Tampoco?

Espera, toma mi MP3 y escucha esta música:


 A ver ahora, ¿ni así? Continúa escuchando. No, no; mejor con ellos cerrados.

¿Sabes?, al principio yo tampoco era capaz de verlo. Lo conseguí cuando, al oír esta música, tenía los ojos cerrados; por eso es mejor que pruebes primero de esa manera. Claro, también puedo con ellos abiertos; desde aquel día.

Fue poco tiempo después de que él se fuera a por los percebes. Me dijo que lo esperara, aquí, donde estamos, precisamente; quería aprovechar la marea baja. Pero la marea bajó y subió una y otra vez hasta que mi madre me vino a buscar.

Te aseguro que miré y remiré piedra a piedra, ola a ola y marea a marea, tanto aquel día como al siguiente y al otro.


¿Lo ves, ya lo ves? Lo sabía, primero era necesario intentarlo con los ojos cerrados. 

viernes, 18 de abril de 2014

Prima Donna


Allí estaba, en el camerino de la soprano ligera con mejor voz: la Prima Donna de los agudos y de la interpretación del elenco activo, según gritaban los carteles del teatro. Venía a entregar un ramo de flores. Soy mensajero, en las horas no lectivas hago repartos; es como gano la paga del fin de semana.

Cuando el dependiente de la floristería me entregó el envío y dijo: has tenido suerte hijo, vas a conocer a una famosa; un capricho de mujer. Le sonreí indeciso, no sé si por el trato paternal, la buenaventura o el acento de advertencia que parecían insinuar sus últimas palabras. Había encendido mi fantasía. Yo sólo tuve que poner en marcha la burra, un vespino de la primera guerra mundial, que mi romanticismo resentido llama Harley. Del tráfico y del orballo apenas me di cuenta, dediqué el recorrido a la ensoñación ¿Cómo sería la diva? Bella, bella y caprichosa como había dicho el de la floristería. La imaginaba en su camerino, rodeada de flores y bombones, vestidos y joyas, pinturas y maquillajes, biombos traslúcidos que ensalzaban su silueta y espejos, muchos espejos enfrentados entre sí que la multiplicaban hasta el infinito; olía a perfumes caros, agua fresca y a mes de mayo; era el sol quien pasaba la noche con ella, los admiradores guardaban cola en el pasillo. El tubo de escape de la Harley sonaba a Elisir D´Amore, me sentía un Nemorino a través de los campos de trigo en búsqueda de Adina.

Pero la realidad quiso una habitación desangelada e impersonal, más parecida a la antesala del infierno que a los sueños de un inocente. No era un camerino, sino una ausencia. Una ausencia pintada de blanco impuro. Diez metros cuadrados, tal vez doce, con dos puertas interiores, enfrentadas a la principal; la ilusión de una ventana abierta al mar era el mayor esfuerzo artístico de la estancia; dos retratos en blanco y negro en la pared opuesta a la pintura hablaban de tiempos pasados. Debajo, el tresillo tapizado en tela, a juego con dos taburetes, y la mesa de cristal permitían intuir un resquicio alternativo al desamparo. En la mesa, una fotografía eternizaba el aburrimiento de un pequinés. Las flores de los incondicionales descansaban en la consola contigua a la puerta de entrada, incapaces de contrarrestar el envolvente olor a quimera. No había espejos ¿para qué? La soledad no los necesita. En el rincón más apartado, servicial, la papelera de alambre succionaba con fuerza el destino del habitáculo. 

De una de las puestas salió un individuo, el agente de la cantante, y me preguntó si las flores eran frescas. Recién matadas, le contesté. Agarró el ramo, le retiró la tarjeta y lo dejó en el cementerio con las demás. Mientras tiraba la nota a la papelera, sin leerla, se disculpó en nombre de la artista. Con la misma emoción me dio la propina, igual de generosa. Salí al pasillo y cerré la puerta, la puerta de un ataúd, allí dejaba enterrado otro sueño.


sábado, 12 de abril de 2014

Retrato en mate con brillo

Angustia me causaba la cita, ella era toda una mujer y yo solo un pipiolo. Me enfrentaba a una persona abierta y decidida; capaz de matarte, tanto de gusto como con palabras. Su personalidad directa, capaz de convertir la realidad en un bloque de cemento y la verdad en bala de plata, me intimidaba y atraía. Ni siquiera se cortó cuando explicó que le gustaban los hombres fuertes, con empuje y bien armados; más claro imposible. Nada que ver conmigo, al contrario, me considero una persona tierna, mimosa; que gusta del buen trato y se enreda en el cariño con facilidad. Un retrato en mate diría yo; <<un pardillo>>, resumió ella sin remordimiento alguno. Resignación, la dentellada era incontestable. Si acaso, advertirle que el ensañamiento no es requisito indispensable en el asesinato; pero eso sería incitarla para que la siguiente patada apuntara a la entrepierna. Miedo, en una palabra; temía su lengua afilada, incluso cuando me la metió en la boca, cuando se la saboreé y la sorbí con fruición. Y si a mí me había gustado, a ella la obligó a cerrar los ojos. Increíble, sabía gemir y suspirar, hasta se le escapó un <<¡qué bien besas, jodido!>>. Menuda sorpresa. Ni idea, yo no tenía ni idea; tan sólo me dejé llevar, correspondí sumiso a su ataque directo y me dispuse a morir en sus brazos. No me encomendé a nadie porque no daba abasto.


Cuando abrió los ojos algo había cambiado, ni ella era la misma, ni yo tampoco.

sábado, 5 de abril de 2014

La llama de una vela



Sentía un inmenso rechazo hacia los filósofos, no soportaba sus dudas y mucho menos sus ansias de saber. Estaba convencido de que no eran más que bobos enloquecidos, víctimas de una enajenación terriblemente contagiosa que se propagaba por culpa de los incautos. Asquerosos bichos, polillas que surgían de la oscuridad para alimentarse de cualquier foco de luz que emitiese calor.

Había descubierto la manera de evitarlos, pero ya nadie deseaba escapar de una epidemia que iba devorando los sentidos. Por eso lo habían encerrado, privándolo de la libertad necesaria con la que poder demostrar la razón que le negaban.
Le decían que sólo intentaban ayudarlo; no era tan estúpido, había oído con toda nitidez la sentencia del juez.

<<Le condeno a 5 años y un día de cárcel...>>

Después, la apelación cambió la cárcel por el hospital psiquiátrico. Patrañas, continuaba siendo una prisión, lo habían condenado; nada de internarlo para prestarle ayuda, como aquellos animales de bata blanca se empeñaban en explicar. No se trataba de una cura, claro que no. Vivía encerrado entre cuatro paredes pintadas de cal, un cuchitril de ocho metros cuadrados, enmohecido y amarillento, que apestaba a sudor y roña. Allí dormía, comía y vegetaba aislado del mundo. Salvo las habituales visitas a un retrete hediondo, sepultado por la mierda y los meos de todo un manicomio, no le permitían salir a ninguna otra parte. Tampoco recibía visitas, excepto la del bruto de turno, que venía todas las mañanas a inyectarle la correspondiente dosis de cordura que repartían entre los infelices del hospital. Aquel era el único contacto diario con las personas, el pinchazo de un inyectable que le inoculaba un líquido que le abrasaba las nalgas.
Una vez al mes también tenía revisión médica. Un viejo carcamal, que se hacía llamar doctor, venía a su pocilga y se esforzaba por mantener lo que supuestamente debería ser una charla amistosa. Las primeras veces que lo vio le provocó arcadas, le causaba tal repulsa que no podía evitar la sensación de mareo. Era incapaz de explicarse aquellas náuseas, la apariencia física del médico no incitaba por sí misma semejante animadversión. Sin duda, los motivos habría que buscarlos en otro sitio; tal vez en la irritante amabilidad e infinita comprensión que mostraba cuando le hablaba. No soportaba el trato familiar expresado desde una situación de prepotencia, lo violentaba tanta hipocresía. En los momentos de más tensión llegó a insultarlo directamente a la cara, pero jamás logró que aquel viejo psiquiatra reaccionara. Su rostro de piedra se mantenía impasible, dedicándole el mismo gesto de amistad, fría y enlatada, una y otra vez. Tampoco era capaz de entrever en la voz señal alguna que delatara las emociones del galeno.

Transcurrido un tiempo, se dio cuenta de que aquel cuerpo sin alma era la única puerta que tenía para alcanzar la libertad. Eso lo motivó a cambiar de actitud; evolucionó hacia una conducta más pacífica y amistosa. El rechazo inicial a la visita del médico se transformó en un encuentro cada vez más agradable. Lo necesitaba; hablar con alguien se había convertido en una cuestión vital. Sí, esperaba con impaciencia los días de luna nueva, las jornadas que habían acordado para continuar con sus charlas.

Agradecía la confianza que el médico depositó en él y se esforzaba por mantenerla. Su bienestar en aquel lugar había ido mejorando gracias a la comprensión y generosidad con que lo estaba tratando. Un atisbo de esperanza surgió dentro de sí cuando descubrió que la ayuda ofrecida por el anciano era sincera.
En aquellas citas mensuales habían hablado de casi todo, pero más que nada, del motivo por el que estaba ingresado en el hospital, de su necesidad de provocar grandes incendios en las noches oscuras y sin luna, de la condena que le habían impuesto por pirómano. Fue en una de ellas donde dijo que no soportaba que encerraran el fuego en una botella de cristal. El fuego, aparte de alumbrar, también asustaba y alejaba a las bestias y alimañas. Razón por la que creía que no se debía de iluminar la oscuridad sin una hoguera con la que protegerse. Aquel mismo día le retiraron la bombilla de la habitación y la noche lo sumió en la más absoluta negrura.
Fue cuando comprendió que el médico lo escuchaba, cuando notó dentro de sí el primer chispazo de luz que iluminaba el túnel de su condena. A los primeros indicios de comunicación y comprensión entre ellos, siguieron otros cada vez más evidentes y esperanzadores.
De la primera habitación, cerrada y sin un mísero ventanuco, no mucho más larga que el ancho de un pasillo, lo cambiaron a la actual. Ésta, a pesar de que continuaba siendo una pocilga, se podía considerar una suite si se comparaba con la anterior. La razón principal del cambio, según le dijeron, fue la falta de luz. Sin bombilla, su primer cuarto parecía el corredor del infierno, no era extraño que se asustaran todos los que necesitaban ir allí.
Eso le permitió disponer de una ventana, con cristales trasparentes en sus dos hojas, que las podía abrir de par en par. Un verdadero tesoro. Y lo más importante, era una ventana sin trampas, sin verjas, ni la sombra de un solo barrote cuestionaba su confianza. En lo más profundo de aquel viejo decrépito, por muy impenetrable que fuera su rostro, había indicios de afecto, de sentimientos, de un corazón que reconocía la sabiduría de sus actos incendiarios.

Su bienestar había ido mejorando gracias al ventanal y al psiquiatra que lo atendía. El día y la noche se asomaban a su cuarto, consigo traían las vistas, los aromas y bullicios del exterior. Un río cercano le dejaba rumores a su paso. Los animales sin cadenas le transmitían su libertad. El sol y la lluvia, por sí solos, ya suponían la mayor de las fortunas. Fuese privilegio o necesidad, eso le daba lo mismo; el contacto con la vida, aunque sólo fuera a través de un agujero, le resultaba imprescindible. Pero, lo que más apreciaba, era la vela que el médico había accedido a traerle el día de la visita. Desde entonces, todas las noches de luna nueva abría la ventana y dejaba una vela encendida para cazar a los filósofos que se disfrazaban de polillas.
***

miércoles, 2 de abril de 2014

¡Pero coño! —con perdón.

¿Está Él? ¿Sí, pero no? A ver, ¿es y no está? Bien, ¿entonces con quién puedo hablar? Ah, que no ha dejado a nadie ocupando su lugar, porque no es que Él no esté, Él es porque está y no está.

Pues mal vamos, tal y como andan las cosas bien podría, aunque no fuera más que unas horas, no ser y estar. A ver si así nos echaba una mano, porque aquí nadie parece encontrar una solución y anda todo manga por hombro. Eso sí, de culpas andamos sobrados; nos las echamos unos a otros como auténticos condenados.

Sí, sí; si fe tengo, o eso creo: Él esté o no esté, es y no es… ¡Pero coño! —con perdón—, algo me dice que alguna responsabilidad tendrá, ¿no?, que con lo hecho no parece suficiente.


Vale, vale, de acuerdo; seguiré insistiendo. ¿En la fe, dices? Pues, ¡menudo consuelo! Casi prefiero opositar a nada abajo, que buscar milagros arriba.

domingo, 23 de marzo de 2014

La gallina verde


Era feo, con o sin boina; muy feo. Salió a comprar una lechuga y le vendieron una gallina, una gallina verde que cantaba como un gallo. La vaca parió en la huerta. Sembraría las coles en la cuadra, ahorraría en Internet. Las chicas del club se habían solidarizado: “no money, no pussy”. Ni vino, ni vinagre; o a orillas de la carretera, en vez de plantas, crecían señales de tráfico. Calvo sin boina, sino chaparro. Guapas para ser sultán por un día, guapísimas, pero “no money…” Subastaría la gallina en Ebay ¿Ponedora?, no; pero era verde, verde como una lechuga.

domingo, 16 de marzo de 2014

París florece en invierno

Amigo mío, te has enamorado. No es posible que dos semanas después de llegar a París, un París frío, lluvioso y cenizo, como tú mismo lo describías en la primera carta, se convierta de pronto en un paraíso de sol, campos verdes y flores. Tú, te enamoraste. Ni París florece en invierno sin motivo.

No lo sé, resulta muy fácil hablar de amor, del ajeno ¿Y qué otra cosa puede ser si no?, dime. Es cierto que París se parece a una mujer bella, dolorosamente bella, un rayo de luz en el que cabe la inmortalidad; pero cómo le voy a llamar amor si lo que siento es deseo. Sí, bastó una mirada; demasiado efímera para sostenerla, pero suficiente para desearla y soñarla cada día, cada hora, a cada instante. Hasta las costuras, te has enamorado hasta las costuras.

Insistes a pesar de que tu convencimiento no me alivia ¡Cállate!, no es a mí a quien tienes que decírmelo, sino a ella. Háblale, dile como es, sé su espejo, en el que con más nitidez pueda verse.

¡Ay, París! ¿Pero es que no te das cuenta, cómo voy a mostrarle mi deseo si me condena tan sólo por mirarla? ¿Le digo que al contemplar sus Campos Elíseos tiemblo ante su Arco de Triunfo? Siento y oigo, caricia a caricia y beso a beso el ascenso a Montmartre; los latidos de mi corazón se confunden con el suyo que es sagrado. Cuánto daría por transformar en infinito, despacio, muy despacio, hoja a hoja, pétalo a pétalo, su Jardín de Versalles; oler y saborear cada flor como si en ello me fuera la vida (que se me va), hasta que la eternidad se convulsione y nos convierta a los dos en uno ¿Se lo digo? ¡Qué si se lo dices!, sube a la Torre Eiffel y grítaselo con todas tus fuerzas, para que lo oiga Francia entera.

Ahí ya estoy, en lo más alto, con ella iluminada igual que las noches más oscuras. Pues adelante, sé valiente y convéncete de una vez, que a lo que tú llamas deseo en París es amor.

Agradezco tu amistad y los ánimos que me das, pero, entrañable amigo, ya ha pasado el tiempo del asalto a las Tullerías; ya no resulta placentera la toma de la Bastilla si ella no disfruta con su entrega. Las orillas del Sena, con sus puentes o sin ellos, han de ir de la mano. Tú sabrás, La Libertad es una dama esculpida a cincel, condenada a ver fluir las aguas del ocaso de París. Lo sé, lo sé; y Notre Dame el comienzo en una isla inmóvil en medio del río.


París es París y aunque florezca en invierno, no permitirá que le amen sus damas sin nada a cambio. Y si eres tú quien está en lo cierto, si este deseo fuese amor, antes de que el dolor sea insufrible, enterraré mi corazón al pasar por Montparnasse, camino del aeropuerto. Me quedaré tan sólo con su sonrisa y su hermoso recuerdo. Tranquilo, no tengas prisa, date un tiempo y, si es preciso, espera a que París venga a ti; porque si el amor duele, más duele su ausencia.

martes, 11 de marzo de 2014

Amarga Cena


Sí, amarga. Era para dos y sólo acudió él; la que iba a ser, por fin, una noche de amor, se volcaba en ausencia desoladora. Abonó la cuenta sin un SMS de disculpa que le acompañara y salió del restaurante. De regreso, la carretera estaba cortada; un accidente interrumpía el tráfico.

La volvió a llamar, una última esperanza. Uno, dos, tres…; que no salga el buzón, otra vez no, ¡maldi…!

–Diga –una voz de hombre se oyó al otro lado.

Silencio, su voz se negaba. Apenas cortó, se iluminó de nuevo el móvil e insistió la melodía de llamada. No contestó, ni a la siguiente tampoco.

Al llegar a casa, se sirvió un trago, también amargo. El móvil continuaba sonando, las llamadas no cesaban, y aunque no encontraba palabras, lo acercó al oído.

–!Conteste, si conoce a la dueña de este móvil responda, por favor…!

viernes, 28 de febrero de 2014

Marino Loco


Le llamaban el marino loco. Se ganó el apelativo porque subía al palo mayor y, desde allí, arrojaba euros apuntando a introducirlos por la entrada de la bodega. Cuando acertaba, las monedas retumbaban como cantos de sirena en el interior del barco.
–¿Qué haces? –era el primer grito de quienes no lo conocían.
–Estoy intentando reunir a gentes que amen lo suficientemente el dinero como para embarcarse rumbo a la isla de las mujeres pájaro.